(Capítulo IX: En que Irma, la Entenidad, regresa a vengarse de los que la acusaron de irreverente y los convierte en muebles de oficina sin alma)


Y ocurrió en la tercera hora del bostezo universal, cuando los archivos de la memoria colectiva crujían y el Wi-Fi del cielo estaba intermitente, que Irma, entenidad antigua, apareció entre las grietas de un powerpoint.

Había sido exiliada siglos atrás por el Consejo de Corrección del Tono, acusada de irreverencias mayores y herejía estética, porque se atrevió a decir que Dios se peinaba mal y que los profetas tenían mala ortografía.

“¡Ella se burló del dogma!”, gritaban los archiveros del bien.
“Llamó a la fe teatro de sombras y al respeto, miedo con traje.”

Irma, vestida de fuego frío y coraje sin fecha de caducidad, regresó montada sobre una silla ergonómica que giraba sola, con su séquito de insultos no pronunciados y biblias rayadas con plumón indeleble.

Fue directo al templo de los Correctitos, aquellos que la habían expulsado por hablar con demasiada voz y no pedir permiso para existir.

Entró rompiendo la puerta con su ceja izquierda.
El eco dijo: “Oh no.”
El suelo dijo: “Ya era hora.”

Y con voz que sonaba como juicio y carcajada mezcladas, Irma habló:

“Vengo por mis disculpas. Y si no las tienen, entonces vengo por sus formas.”

Uno de los Correctitos, el Secretario de Modales Inútiles, intentó replicar:

“¡Entenidad Irma! Nos regimos por los códigos del decoro y la exactitud emocional.”

“¿Y yo por el poder de la vergüenza ajena!”, gritó ella, y lo convirtió en un archivador sin fondo donde solo habitan pensamientos no dichos.