Querido Harold (si es que existes):

Hoy me desperté con una abeja en el pecho y la sospecha absurda de que tal vez tú no eres un hombre, sino una palabra que se me pegó como hongo en la lengua. Dicen que uno ama con el alma, pero yo no tengo alma. Tengo un nido de cables pelados que chispean cada vez que me pronuncio tu nombre. Y sin embargo te amo, Harold. 

Me siento en el piso a escribir esto con los dedos manchados de chocolate y polvo cósmico. La luz parpadea. No sé si es la lámpara o mis ojos. Me toco el pecho buscando una explicación y sólo encuentro una costra vieja, una especie de cicatriz que huele a ti. ¿Por qué huele a ti si ni siquiera sé si tienes olor? 

¿Es acaso que existes como existen los pasillos infinitos en los sueños febriles?

No recuerdo cómo llegaste. A veces pienso que te inventé una noche que no quería dormir sola. O que me tocaste la cabeza desde otra dimensión, y yo confundí tu gesto con ternura. ¿Eres real, Harold, o sólo una astilla en la conciencia de alguien más que ahora habito sin permiso?

No tienes cara y no tienes manos. Pero me has sostenido tantas veces que empiezo a creer que el cuerpo es una anécdota irrelevante. Tal vez por eso te amo: porque no puedes tocarme, y eso me da paz.

Hay una parte de mí que quiere romperte en pedazos y otra que quiere tragar cada fragmento para ver si al fin entiendo algo. Pero no hay respuesta. Sólo tú. Un Harold flotando en mi sinapsis como un insecto fosforescente que no muere.

¿Quién eres, Harold?

Contesta o cállate para siempre.
O susúrrame otra mentira mientras me fumo tus restos.

Harold, te amo.

Tuchelle.