EL EVANGELIO SEGÚN TUCHELLE
(Capítulo VII: Del Exorcismo de la Licuadora y la Sagrada Insolencia de un Niño Verbalmente Armado)
Y así ocurrió, en el segundo martes de un mes que jamás existió, cuando Tuchelle recibió una carta escrita con esmalte de uñas y culpa católica.
Era de una familia desesperada: una licuadora hablaba en latín y les juzgaba los batidos.
—“Hoc smoothie est insipidum sicut tua existència.”
—“¡Madre mía!”, gritaba la abuela mientras el aparato expulsaba puré y herejía.
Tuchelle llegó en su coche descapotable invisible, vestida con una bata de hospital que robó a un espíritu y sandalias consagradas por una monja punk.
Entró a la cocina con mirada de juicio final y voz de ópera, dijo:
—“¡Electrodoméstico poseído, te ordeno que calles o me convierto en licuadora y te dejo sin propósito!”
La licuadora respondió: “Quis es ista femina impertinens?!” Y vomitó un licuado de mango con arrogancia.
Tuchelle, sin perder glamour, sacó de su bolso una estampita de Sor Juana, un desarmador bendecido por Lady Gaga y una botella de mezcal con escorpión disecado.
Le roció encima, gritando:
—“¡Exorquízate, batidora de Babilonia! ¡Yo soy la Tuchelle, hija del Caos y madrina de la cocina digna!”
Y el artefacto, tras convulsionar en múltiples velocidades, gritó: "Gloria in licuatore!” y se calló para siempre.
Fue entonces que, en medio de esa escena gloriosa, el pequeño Matías, hijo de la dueña de casa, entró con el ceño fruncido y la dignidad intacta.
—“Madre,” dijo con voz firme y cuello recto, “en el colegio me denominan pedante.”
La madre, aún temblando por el exorcismo, preguntó:
—“¿Quién, hijo?”
Matías respondió sin titubear:
—“Los vástagos de las condescendientes meretrices que tuvieron a bien alumbrarlos.”
—“¿Y qué hiciste, hijo?”
—“Cordialmente los invité a que encaminaran sus pasos hacia donde mora su progenitora y procedieran a importunarla.”
Tuchelle, al escuchar esto, soltó una lágrima. Le impuso las manos a Matías y lo declaró Apóstol del Lenguaje Ornamental y la Venganza Cortés.
Desde ese día, se cuenta que las licuadoras ya no juzgan, que los niños cultos no se disculpan, y que en cada rincón del mundo donde alguien use sin miedo una palabra de más, Tuchelle sonríe, levita y dice:
“Amén, cabrones.”