Te hablo a ti.
A ti que duermes con los ojos abiertos mirando el techo,
esperando que la vida cambie sin mover un solo músculo, como si el universo fuera un sirviente que responde a tu bostezo.
Te amé. Dios sabe cuánto.
Y si hay algo más que Dios, también lo sabe.
Te amé con la furia de quien no sabía amar con calma,
de quien se lanzó al vacío con la esperanza absurda
de que el otro, en agradecimiento, aprendería a volar.
Pero tú no querías alas.
Tú querías cama. Almohada.
La comodidad de la costumbre, el dulzor inmundo del “mañana empiezo.”
Yo creí que valía la pena para que tú quisieras ser distinto.
Qué arrogancia la mía. Qué estupidez tan bien intencionada.
Pensé que mi amor podía redimirte, como si yo fuera la excepción a tu mediocridad elegante.
No fuiste cruel. Fuiste peor.
Fuiste pasivo y tibio.
Fuiste esa niebla que envuelve pero no abriga, esa sombra que no ataca pero lo cubre todo.
Y yo…
yo caminé años con los ojos volteados hacia el sol.
Encandilada por la idea de lo que tú podrías ser.
No vi las banderas rojas. No quise verlas.
Las tejí yo misma en mi mente, con los hilos de la esperanza.
Años. Me hice vieja esperándote.
No en el cuerpo —aunque también—,
sino en el alma.
Y una mañana me miré al espejo.
Vi mis patas de gallo como mapas de guerra.
Me odié por un segundo.
Por quedarme. Por creer.
Pero luego, como si un rayo cayera desde el cielo de Nietzsche,
entendí el Amor Fati:
amar el destino tal como fue,
amar incluso la herida,
amar incluso la estupidez de haber amado.
Y fue ahí que lo vi todo claro.
No tengo que cargar contigo.
No porque no te ame.
Sino porque mi amor ya no busca salvar.
Mi amor ahora es feroz, pero libre.
Libre de esperar, libre de rogar, libre de mendigar un milagro.
Te dejo como se deja un peso de oro que rompe la columna.
Como se deja un sueño hermoso pero enfermo.
Como se deja un hombre al que una amó tanto,
que aprendió a dejarlo hundirse si así lo desea.
Te doy las mieles de mi desprecio.
Y no confundas la palabra.
No te desprecio a ti —todavía te amo—
sino a tu manera cobarde, paralizada, horizontal,
de mirar la vida desde la cama,
con esa expresión de “ya merito”,
como si el mundo te debiera algo por el simple hecho de respirar.
Mi desprecio es dulce porque fue amor.
Porque no espero nada.
Porque ya entendí que tú no puedes darte ni a ti mismo lo que te falta.
Mucho menos a mí.
No te lo reprocho. Pero tampoco me quedo.
Toma mis mieles y haz con ellas lo que quieras.
Embriágate si puedes.
Haz una carta, una canción, o viértelas en la herida.
Pero no me envíes postales de tu viaje al infierno.
No quiero fotos de tus ruinas.
No quiero regalos comprados en tus días miserables.
No quiero tus perfumes ni tus aretes de reconciliación silenciosa.
No quiero pruebas de que yo tenía razón.
Porque no me interesa tener razón.
Me interesa ser libre.
Y sobre todo:
no quiero que me lleves entre las patas
en tu descenso pausado a la muerte en vida,
en ese infierno tuyo donde todo se deja para mañana,
donde los sueños se almacenan en cajas sin abrir,
donde el fuego solo existe en teoría.
Yo no nací para quedarme quieta.
No nací para ver el mundo desde una ventana.
Nací para caminar aunque duela.
Para irme si el suelo tiembla.
Para arder si no hay más opción.
Y si te amé —y claro que te amé—
ese amor queda guardado no en nostalgia,
sino en las mieles de mi desprecio.
Que no pican,
pero tampoco salvan.