Pero ¿quién su sano juicio reclama a quien quiere llamarse mujer? ¿Quién, al ver a una mujer entrar a una habitación y trastocar la gravedad, no ha deseado —aunque sea en secreto— vivir con esa misma certeza de un milagro andante?
Ser mujer no es sólo una circunstancia biológica, ni una etiqueta social, ni una respuesta prehecha al dilema de género. Ser mujer es una potencia ontológica, una rebelión cósmica. La mujer no nace, se gesta —a veces en silencio, a veces entre gritos—, en los abismos mismos del alma.
Amo nombrarme mujer porque ser mujer es tener el privilegio de que el mundo se vuelva más lento ante tu andar. Es mirar a los ojos del caos con pestañas largas y decirle: aquí mando yo.
Ser mujer es, también, un arte performativo de la carne y del espíritu. Yo lo supe desde niña, cuando el viento me robaba la toalla negra que me ponía en la cabeza. No quería ser bonita. Quería ser sagrada. Quería tener ese poder de las mujeres para hacer de cualquier lugar un templo.
Hay algo profundamente místico en la feminidad, algo que no se enseña: se presiente. Es una especie de código genético del alma, una vibración antigua que te susurra que la belleza no es ornamento, sino afirmación existencial.
Cuando me pongo un vestido largo y el viento lo agita, no siento que me estoy disfrazando: siento que estoy invocando a todas las diosas desterradas del Olimpo, a todas las mujeres quemadas por sabias, a todas las vírgenes desobedientes y las madres que parieron hijos del mundo.
Ese viento no sólo mueve la tela: mueve mi linaje.
Hay quienes piensan que ser mujer es debilidad, una concesión. No entienden nada.
Una mujer puede besar a un niño en la frente y empujar a un imperio hacia su ruina.
Puede hablar en voz baja y ser escuchada por generaciones.
Puede llorar y al mismo tiempo escribir un decreto de eternidad.
Ser mujer es convivir con el dolor y transformarlo en rito. Es haber sido marginada por siglos y, aun así, levantar civilizaciones desde la cocina, la cama o la cátedra.
Cuando hablo de ser mujer, no hablo de cosméticos o de gestos, de parir hijos o al menos tener una vagina, hablo de habitar el misterio, de ser templo y testigo.
De mirar tu reflejo no como quien se evalúa, sino como quien se reconoce.
Y por eso elegí serlo.
No por imitación, sino por llamado.
Porque lo más bello de ser mujer es que no necesitas permiso para serlo.
Basta con saberlo. Basta con sentirlo. Basta con vivirlo.
Por otro lado, la gente teme a la masculinidad porque no la comprende. La llama "tóxica" cuando se impone, la señala cuando arde. Pero yo, que he conocido la vida desde sus sótanos hasta sus cúpulas, te digo sin rodeos: a mí me gusta el hombre masculino, entero, viril, con los pies firmes y la mirada afilada.
Me gusta ese hombre que, sin necesidad de gritar, impone respeto.
¿Y qué si es dominante? ¿Y qué si levanta la voz cuando hace falta?
Eso no me espanta. Al contrario: me despierta.
Porque yo soy leona.
Yo cazo sola, yo protejo mi manada, yo rujo cuando tengo que rugir.
Pero hasta la leona más feroz, en lo más íntimo de la noche, se permite bajar la guardia ante un verdadero león.
No cualquier hombre merece ver a la leona rendirse. Solo uno:
el Rey de la Selva.
Ese que no compite conmigo, pero tampoco se arrastra.
Ese que sabe que mi fuerza no es una amenaza, sino un espejo de la suya.
Ese que no viene a limitarme, sino a sostenerme.
No desde el control, sino desde la presencia.
No desde el ego, sino desde la certeza.
Porque ser poderosa no impide desear —con todo el cuerpo y toda el alma—
la presencia de un hombre capaz de cargar el mundo… y aún así, tener espacio para mí.
Amo a ese hombre que entra en una habitación y la llena.
Que no necesita adornarse, porque su sola existencia es suficiente.
Que no teme proteger, ni cuidar, ni decir:
“Aquí estoy, mujer. Puedes apoyarte en mí y hacer lo que quieras de mi.”
Amo al hombre que me hace sentir pequeña, no por reducirme,
sino porque su sombra es tan grande que, por fin, puedo descansar bajo algo que no construí sola.
Amo a ese hombre que sabe que, cuando la leona se entrega,
no es porque sea débil, sino porque eligió bajar las garras ante él.
Ese hombre que no se asusta si me ve llorar.
Ni se tambalea si me ve brillar.
Porque la leona no se entrega a cualquiera.
Se entrega al único capaz de reinar a su lado sin querer robarle la selva.
Por eso, yo prefiero a los hombres con barba.
La barba es el estandarte de la virilidad:
es tiempo hecho cuerpo, es sombra voluntaria sobre un rostro firme,
es lo que queda después de la batalla,
es el eco de siglos donde el hombre no tenía miedo de ser hombre.
Prefiero al hombre con vello en el pecho.
No por lo estético, sino por lo simbólico.
Porque ahí, entre ese vello, quiero hundir mi rostro y quedarme dormida.
Quiero escuchar su corazón palpitar como un tambor que me dice:
“Estás a salvo, mujer, deja de temblar que no me dejas dormir.”
Quiero un hombre que huela a madera, a viento, a deseo.
Que vuele, sí, pero que sepa aterrizar conmigo.
Un hombre que sepa ser mi camisa de fuerza, cuando yo me pierdo en mis propios abismos,
pero que también me abra la ventana cuando necesito huir y danzar en el aire como loca.
Porque cuando salgo al mundo, me transformo.
Levanto la cabeza. Endurezco el gesto. Me defiendo.
Y no es porque me guste…
es porque tengo que hacerlo.
Porque en este mundo, a las mujeres como yo, nos enseñaron a ser fuertes o a morir.
Quiero a un hombre que sea mi Atlas.
Que sepa cargarme a mí, con mis luces y mis ruinas.
Que no se asuste si lloro como niña.
Que no se encoge si ardo como diosa.
Quiero a ese hombre que pueda cargar el peso de mi alma,
como si fuera una flor de hierro.
Y cuando yo lo vea flaquear —porque hasta Atlas se cansa—
entonces seré yo quien lo cargue.
Seré sus hombros. Su pecho. Su escudo. Su lanza.
Porque eso es el amor entre titanes:
no una entrega ciega, sino un pacto silencioso entre dos que saben sostener el universo del otro,
sin rendirse, sin huir,
hasta que la eternidad nos deshaga.

